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A medida que avanzaba la noche, una tensión sutil comenzó a crecer entre ellos. Las miradas entre Marina y Ernesto se volvieron más largas, más cargadas de significado. Antonio, siempre perceptivo, no pudo evitar notarlo.
En un momento, mientras Ernesto había salido a buscar más vino, Antonio tomó la mano de Marina. —Te amo —dijo simplemente—. Lo sabes, ¿verdad?
Marina asintió, un nudo formándose en su garganta. —Lo sé —respondió, pero sus ojos se desviaron hacia la puerta por donde Ernesto había desaparecido.
Fue entonces cuando ocurrió. Tal vez fue una chispa de las velas que habían encendido, o quizás un cigarrillo mal apagado. En cuestión de segundos, las viejas maderas del molino se convirtieron en una hoguera.
Los gritos rompieron la quietud de la noche. Antonio, Marina y Ernesto luchaban contra las llamas, tratando desesperadamente de encontrar una salida.
—¡Por aquí! —gritó Antonio, señalando una ventana. Ayudó a Marina a salir primero, luego a Ernesto.
Pero cuando Ernesto se giró para ayudar a su hermano, vio con horror que una viga en llamas había caído, bloqueando el camino de Antonio.
—¡Antonio! —gritó Ernesto, extendiendo su mano a través de las llamas.
Los ojos de los hermanos se encontraron por última vez. En esa mirada, Antonio lo comprendió todo. El amor de Marina y Ernesto, el futuro que se les escapaba de las manos, los secretos que amenazaban con destruirlos a todos.
—Cuídala —fueron las últimas palabras de Antonio antes de que el humo y las llamas lo engulleran.
Afuera, Marina y Ernesto observaban impotentes cómo el viejo molino se convertía en una pira funeraria. Sus gritos de dolor se mezclaban con el crepitar de las llamas y los ladridos de los perros del pueblo que comenzaban a despertar.
Y así, en una noche de verano que debería haber sido de celebración, el destino de Villamar cambió para siempre. Los secretos y las culpas nacidos esa noche crecerían como raíces, enterrándose profundamente en el corazón del pueblo, esperando el día en que finalmente saldrían a la luz.
Mientras las primeras luces del alba teñían el cielo de rosa, Marina y Ernesto se miraron, las lágrimas trazando surcos en sus rostros ennegrecidos por el humo. En sus ojos, una mezcla de dolor, culpa y un amor que no se atrevían a nombrar.
El viejo olivo de la plaza, testigo silencioso de generaciones de alegrías y penas en Villamar, se mecía suavemente con la brisa de la mañana. Sus raíces, firmes en la tierra, guardarían los secretos de esa noche durante años, hasta que llegara el momento de que la verdad floreciera, como nuevos brotes en primavera.