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Prólogo: El verano que lo cambió todo

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Prólogo El verano que lo cambió todo
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El verano de 1994 se extendía sobre Villamar como una manta dorada, el calor ondulando sobre los campos de olivos y las calles empedradas. En la plaza del pueblo, bajo la sombra del viejo olivo centenario, tres jóvenes compartían risas y sueños, ajenos al destino que pronto cambiaría sus vidas para siempre.

Antonio Vidal, con sus 32 años recién cumplidos, era el mayor de los tres. Alto y de complexión fuerte, su rostro bronceado por el sol reflejaba la determinación de un hombre que había heredado la responsabilidad de dirigir la cooperativa olivarera del pueblo. A su lado, Marina López, de 28 años, irradiaba una belleza serena, sus ojos oscuros chispeando con una inteligencia aguda y una pasión apenas contenida por la vida que tenía por delante.

Y completando el trío, Ernesto Vidal, el hermano menor de Antonio, de 26 años. Recién regresado de la universidad en Madrid, Ernesto traía consigo el aire de la gran ciudad y sueños que parecían demasiado grandes para el pequeño Villamar.

—¿Entonces es definitivo? ¿Te quedas? —preguntó Marina a Ernesto, una nota de esperanza en su voz que no pasó desapercibida para Antonio.

Ernesto asintió, pasando una mano por su cabello oscuro. —Sí, al menos por ahora. La cooperativa necesita modernizarse, y Antonio no puede hacerlo todo solo.

Antonio sonrió, palmeando el hombro de su hermano. —Con tu cerebro y mis manos, haremos que Villamar prospere como nunca antes.

Los tres guardaron silencio por un momento, cada uno perdido en sus propios pensamientos. El futuro se extendía ante ellos, lleno de posibilidades y promesas.

—Deberíamos celebrarlo —dijo Marina de repente, levantándose de un salto—. Esta noche, en el viejo molino. Como en los viejos tiempos.

Los hermanos Vidal intercambiaron una mirada cómplice. El viejo molino, abandonado desde hacía años, había sido su refugio secreto durante la adolescencia. Cuántas noches habían pasado allí, compartiendo vino barato y sueños aparentemente imposibles.

—¿Por qué no? —accedió Antonio, aunque una sombra de preocupación cruzó su rostro—. Pero tengan cuidado. Ese lugar no es tan seguro como antes.

Esa noche, bajo un cielo tachonado de estrellas, los tres amigos se reunieron en el molino abandonado. El vino fluía libremente, al igual que las risas y las confidencias.

—Un brindis —propuso Ernesto, alzando su vaso—. Por Villamar, por la cooperativa, y por nosotros.

—Por nosotros —repitieron Antonio y Marina al unísono, sus ojos encontrándose por encima de sus vasos.

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A medida que avanzaba la noche, una tensión sutil comenzó a crecer entre ellos. Las miradas entre Marina y Ernesto se volvieron más largas, más cargadas de significado. Antonio, siempre perceptivo, no pudo evitar notarlo.

En un momento, mientras Ernesto había salido a buscar más vino, Antonio tomó la mano de Marina. —Te amo —dijo simplemente—. Lo sabes, ¿verdad?

Marina asintió, un nudo formándose en su garganta. —Lo sé —respondió, pero sus ojos se desviaron hacia la puerta por donde Ernesto había desaparecido.

Fue entonces cuando ocurrió. Tal vez fue una chispa de las velas que habían encendido, o quizás un cigarrillo mal apagado. En cuestión de segundos, las viejas maderas del molino se convirtieron en una hoguera.

Los gritos rompieron la quietud de la noche. Antonio, Marina y Ernesto luchaban contra las llamas, tratando desesperadamente de encontrar una salida.

—¡Por aquí! —gritó Antonio, señalando una ventana. Ayudó a Marina a salir primero, luego a Ernesto.

Pero cuando Ernesto se giró para ayudar a su hermano, vio con horror que una viga en llamas había caído, bloqueando el camino de Antonio.

—¡Antonio! —gritó Ernesto, extendiendo su mano a través de las llamas.

Los ojos de los hermanos se encontraron por última vez. En esa mirada, Antonio lo comprendió todo. El amor de Marina y Ernesto, el futuro que se les escapaba de las manos, los secretos que amenazaban con destruirlos a todos.

—Cuídala —fueron las últimas palabras de Antonio antes de que el humo y las llamas lo engulleran.

Afuera, Marina y Ernesto observaban impotentes cómo el viejo molino se convertía en una pira funeraria. Sus gritos de dolor se mezclaban con el crepitar de las llamas y los ladridos de los perros del pueblo que comenzaban a despertar.

Y así, en una noche de verano que debería haber sido de celebración, el destino de Villamar cambió para siempre. Los secretos y las culpas nacidos esa noche crecerían como raíces, enterrándose profundamente en el corazón del pueblo, esperando el día en que finalmente saldrían a la luz.

Mientras las primeras luces del alba teñían el cielo de rosa, Marina y Ernesto se miraron, las lágrimas trazando surcos en sus rostros ennegrecidos por el humo. En sus ojos, una mezcla de dolor, culpa y un amor que no se atrevían a nombrar.

El viejo olivo de la plaza, testigo silencioso de generaciones de alegrías y penas en Villamar, se mecía suavemente con la brisa de la mañana. Sus raíces, firmes en la tierra, guardarían los secretos de esa noche durante años, hasta que llegara el momento de que la verdad floreciera, como nuevos brotes en primavera.

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