El aroma a café recién hecho se mezclaba con el olor dulce de la masa, fermentando cuando Marina abrió la puerta trasera de la panadería. La oscuridad de la madrugada aún envolvía las calles de Villamar, pero para ella, el día había comenzado hacía horas.
Con movimientos precisos, producto de años de rutina, Marina encendió los hornos y comenzó a preparar las primeras hornadas del día. El ritmo familiar de amasar, formar y hornear la ayudaba a mantener a raya los pensamientos que habían perturbado su sueño la noche anterior.
—Buenos días, mamá —la voz de Tomás rompió el silencio, sobresaltándola.
Marina se giró para ver a su hijo, que la observaba desde la puerta de la cocina con una expresión de preocupación.
—Buenos días, hijo —respondió ella, forzando una sonrisa—. Has madrugado hoy.
Tomás se acercó, tomando un delantal del perchero. —Pensé que podrías necesitar ayuda —dijo, comenzando a trabajar en la masa junto a ella—. Anoche parecías… distraída.
Marina sintió que un nudo se formaba en su garganta. Había intentado actuar con normalidad durante la cena, pero aparentemente no había engañado a su hijo.
—Estoy bien —mintió, concentrándose en dar forma a una hogaza—. Solo cansada.
Tomás la miró de reojo, no del todo convencido. —¿Tiene algo que ver con el forastero que llegó ayer? —preguntó con cautela—. Te vi mirando hacia la posada varias veces.
Las manos de Marina se detuvieron por un instante, traicionándola. Respiró hondo antes de responder. —¿Por qué lo preguntas?
—Bueno, yo… —Tomás dudó—. Lo vi llegar. Se presentó como Ernesto Vidal.
El sonido de una bandeja cayendo al suelo resonó en la cocina. Marina se quedó inmóvil, con los ojos cerrados, como si intentara contener un tsunami de emociones.
—Mamá, ¿estás bien? —la voz de Tomás sonaba alarmada—. ¿Conoces a ese hombre?
Marina abrió los ojos, encontrándose con la mirada preocupada de su hijo. Por un momento, consideró mentir, seguir ocultando la verdad como lo había hecho durante tanto tiempo. Pero el peso de los secretos se había vuelto insoportable.
—Siéntate, Tomás —dijo finalmente, señalando las sillas junto a la pequeña mesa de la cocina—. Hay algo que debo contarte.
Tomás obedeció, su rostro, una mezcla de curiosidad y aprensión. Marina se sentó frente a él, sus manos entrelazadas sobre la mesa como si buscara fuerza en ese gesto.
—Ernesto Vidal —comenzó, su voz apenas un susurro— es… era mi mejor amigo. Y el hermano de tu padre.
Los ojos de Tomás se abrieron de par en par. —¿Qué? Pero… nunca me hablaste de él. Siempre dijiste que papá no tenía familia.
Marina asintió, la culpa reflejada en sus ojos. —Lo sé. He guardado este secreto durante mucho tiempo, hijo. Demasiado tiempo.
Se levantó y se acercó a una vieja alacena. De un cajón oculto en la parte trasera, sacó una fotografía amarillenta y arrugada. La colocó frente a Tomás con manos temblorosas.
En la imagen, tres jóvenes sonreían a la cámara. Tomás reconoció a su madre, mucho más joven, con el cabello largo y una sonrisa despreocupada que nunca le había visto. A su lado, un hombre que se parecía mucho a las fotos que había visto de su padre. Y al otro lado…
—Es él —dijo Tomás, señalando al tercer joven de la foto—. El hombre que llegó ayer.
Marina asintió. —Éramos inseparables. Tu padre, Ernesto y yo. Crecimos juntos aquí en Villamar, compartimos sueños, secretos… —su voz se quebró—. Y también compartimos la tragedia que cambió nuestras vidas para siempre.
—¿Qué pasó? —preguntó Tomás, su voz apenas audible.
Marina cerró los ojos, como si el recuerdo fuera demasiado doloroso para mirarlo de frente. —Fue durante las fiestas del pueblo, hace más de treinta años. Hubo un accidente… un incendio en el viejo molino. Tu padre y Ernesto estaban allí. Tu padre… —su voz se quebró—. Tu padre no sobrevivió.
Tomás sintió que el mundo se detenía. Siempre había sabido que su padre había muerto antes de que él naciera, pero nunca había conocido los detalles. —¿Y Ernesto? —preguntó, temiendo la respuesta.
—Sobrevivió, pero quedó marcado, por dentro y por fuera —respondió Marina—. Se culpó por no haber podido salvar a tu padre. Un día, simplemente se fue. Sin decir adiós, sin dejar rastro. Hasta ahora.
El silencio cayó sobre la cocina como una pesada manta. Fuera, los primeros rayos del sol comenzaban a iluminar las calles de Villamar, ajenos al drama que se desarrollaba en la pequeña panadería.
—¿Por qué nunca me lo contaste? —preguntó finalmente Tomás, su voz, una mezcla de dolor y reproche.
Marina extendió su mano sobre la mesa, tocando suavemente la de su hijo. —Por miedo, supongo. Miedo a remover el pasado, a enfrentar el dolor. Y quizás… quizás también por vergüenza.
—¿Vergüenza? —Tomás la miró confundido.
Marina asintió lentamente. —Hay más en esta historia, Tomás. Cosas que he guardado durante tanto tiempo que no sé si alguna vez tendré el valor de compartirlas.
En ese momento, el tintineo de la campanilla de la puerta de la panadería los sobresaltó. Marina se levantó apresuradamente, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
—Tenemos que abrir —dijo, intentando recomponerse—. La gente espera su pan.
Tomás se puso de pie, pero antes de que su madre pudiera alejarse, la tomó suavemente del brazo. —Esto no ha terminado, mamá. Tenemos que hablar más.
Marina asintió, una mezcla de miedo y alivio en sus ojos. —Lo sé, hijo. Lo sé.
Mientras se dirigían a atender a los primeros clientes del día, Marina no pudo evitar mirar hacia la calle, hacia la posada donde sabía que Ernesto estaba hospedado. El pasado que había intentado enterrar durante tanto tiempo había regresado, y con él, secretos que amenazaban con cambiar todo lo que Tomás creía saber sobre su familia y sobre sí mismo.
El aroma del pan recién horneado llenaba ahora la panadería, pero para Marina, cada bocanada de aire estaba cargada con el peso de los recuerdos y la anticipación de lo que estaba por venir.