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—Quisiera una habitación, por favor —respondió Ernesto, acercándose al mostrador—. No sé cuánto tiempo me quedaré.
La mujer lo miró con curiosidad mal disimulada mientras abría el libro de registros. —¿Nombre?
—Ernesto Vidal.
La pluma de la mujer se detuvo en seco sobre el papel. Sus ojos se alzaron, estudiando el rostro de Ernesto con una intensidad que lo hizo sentir incómodo.
—¿Vidal? —repitió ella, como si el apellido tuviera un sabor particular en su boca—. ¿Es usted… familiar de los Vidal de aquí?
Ernesto sintió que el corazón le daba un vuelco. No esperaba que su apellido despertara reconocimiento tan pronto. —Podría decirse que sí —respondió con cautela—. ¿Los conoce?
La mujer pareció debatirse internamente antes de responder. —Todo el mundo conocía a los Vidal en Villamar —dijo, finalmente, su voz cargada de un significado que Ernesto no pudo descifrar—. Hace mucho que no se oye ese apellido por aquí.
Un silencio incómodo se instaló entre ellos, roto solo por el tictac de un viejo reloj de pared. Ernesto sintió que el peso de su pasado, ese que había creído dejar atrás al subir al autobús esa mañana, caía sobre sus hombros con renovada fuerza.
—La habitación 5 está libre —dijo la mujer finalmente, rompiendo el silencio y entregándole una llave antigua—. Subiendo las escaleras, a la derecha. Si necesita algo, mi nombre es Lucía.
Ernesto tomó la llave, murmurando un agradecimiento. Mientras subía las escaleras, el crujido de la madera bajo sus pies parecía amplificar el latido de su corazón. Al llegar a la habitación, dejó caer su maleta sobre la cama y se acercó a la ventana. Desde allí podía ver la plaza y, más allá, los tejados del pueblo, extendiéndose hasta las colinas cubiertas de olivos.
El sol se estaba poniendo, tiñendo el cielo de un rojo intenso que recordaba a Ernesto la sangre y el fuego. Cerró los ojos, intentando apartar los recuerdos que amenazaban con abrumarlo. Había venido a Villamar buscando respuestas, pero ahora que estaba aquí, no estaba seguro de estar preparado para las verdades que podría descubrir.
En la plaza, las luces comenzaban a encenderse, y Ernesto pudo distinguir la figura de Tomás cerrando la panadería. Por un momento, sus miradas se cruzaron a través de la distancia, y Ernesto tuvo la certeza de que su llegada al pueblo no pasaría desapercibida.
Con un suspiro, se apartó de la ventana y comenzó a deshacer su maleta. Mañana, se dijo, mañana comenzaría a desenredar los hilos del pasado que lo habían traído de vuelta a Villamar. Por ahora, el cansancio del viaje y el peso de los recuerdos lo arrastraban hacia la cama.
Mientras se hundía en el colchón, el eco lejano de una conversación llegó desde la calle. Ernesto aguzó el oído, captando fragmentos que hablaban de su llegada, de especulaciones sobre su identidad. "El hijo pródigo", escuchó decir a alguien, y esas palabras resonaron en su mente mientras se sumergía en un sueño intranquilo, poblado de rostros olvidados y promesas incumplidas.