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Capítulo 1: El extraño del camino

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Capítulo 1 El extraño del camino
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La tarde de octubre teñía el cielo de tonos anaranjados, y una brisa fresca agitaba las hojas de los plátanos que bordeaban la plaza. Ernesto se ajustó la chaqueta, sintiendo el peso de las miradas curiosas de los pocos lugareños que a esa hora ocupaban los bancos o charlaban en pequeños grupos.

—¿Necesita ayuda, señor? —preguntó una voz a su espalda.

Ernesto se giró para encontrarse con un hombre joven, de unos treinta años, que lo miraba con una mezcla de curiosidad y amabilidad.

—Busco la posada —respondió Ernesto, su voz ronca por el largo silencio del viaje—. ¿Sabe si queda lejos de aquí?

El joven sonrió, revelando un hoyuelo en su mejilla izquierda. —No, señor, está justo doblando esa esquina —señaló hacia una calle estrecha que salía de la plaza—. Soy Tomás, por cierto. ¿Viene de visita?

Ernesto dudó un momento antes de responder. —Algo así. Tengo… asuntos pendientes en el pueblo.

La sonrisa de Tomás vaciló por un instante, como si hubiera captado algo en el tono de Ernesto que le intrigara. —Bueno, pues bienvenido a Villamar. Si necesita cualquier cosa, mi madre tiene la panadería justo ahí —señaló un local con un toldo a rayas rojas y blancas—. Hacemos el mejor pan de la comarca.

—Gracias —murmuró Ernesto, notando cómo el aroma a pan recién horneado se intensificaba, trayendo consigo un recuerdo fugaz que no logró atrapar.

Tomás asintió y se alejó, dejando a Ernesto solo con sus pensamientos y su maleta. El forastero comenzó a caminar hacia la calle que le habían indicado, consciente de que cada paso que daba sobre los adoquines gastados lo acercaba más a un pasado que había intentado dejar atrás durante décadas.

La posada resultó ser un edificio de dos plantas con una fachada de piedra y balcones de hierro forjado. Una placa de cerámica junto a la puerta rezaba "Posada del Olivo". Ernesto empujó la puerta y entró en un vestíbulo acogedor, iluminado por una lámpara de araña que proyectaba sombras danzantes sobre las paredes de piedra vista.

—Buenas tardes —saludó una mujer de mediana edad desde detrás del mostrador—. ¿En qué puedo ayudarle?

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—Quisiera una habitación, por favor —respondió Ernesto, acercándose al mostrador—. No sé cuánto tiempo me quedaré.

La mujer lo miró con curiosidad mal disimulada mientras abría el libro de registros. —¿Nombre?

—Ernesto Vidal.

La pluma de la mujer se detuvo en seco sobre el papel. Sus ojos se alzaron, estudiando el rostro de Ernesto con una intensidad que lo hizo sentir incómodo.

—¿Vidal? —repitió ella, como si el apellido tuviera un sabor particular en su boca—. ¿Es usted… familiar de los Vidal de aquí?

Ernesto sintió que el corazón le daba un vuelco. No esperaba que su apellido despertara reconocimiento tan pronto. —Podría decirse que sí —respondió con cautela—. ¿Los conoce?

La mujer pareció debatirse internamente antes de responder. —Todo el mundo conocía a los Vidal en Villamar —dijo, finalmente, su voz cargada de un significado que Ernesto no pudo descifrar—. Hace mucho que no se oye ese apellido por aquí.

Un silencio incómodo se instaló entre ellos, roto solo por el tictac de un viejo reloj de pared. Ernesto sintió que el peso de su pasado, ese que había creído dejar atrás al subir al autobús esa mañana, caía sobre sus hombros con renovada fuerza.

—La habitación 5 está libre —dijo la mujer finalmente, rompiendo el silencio y entregándole una llave antigua—. Subiendo las escaleras, a la derecha. Si necesita algo, mi nombre es Lucía.

Ernesto tomó la llave, murmurando un agradecimiento. Mientras subía las escaleras, el crujido de la madera bajo sus pies parecía amplificar el latido de su corazón. Al llegar a la habitación, dejó caer su maleta sobre la cama y se acercó a la ventana. Desde allí podía ver la plaza y, más allá, los tejados del pueblo, extendiéndose hasta las colinas cubiertas de olivos.

El sol se estaba poniendo, tiñendo el cielo de un rojo intenso que recordaba a Ernesto la sangre y el fuego. Cerró los ojos, intentando apartar los recuerdos que amenazaban con abrumarlo. Había venido a Villamar buscando respuestas, pero ahora que estaba aquí, no estaba seguro de estar preparado para las verdades que podría descubrir.

En la plaza, las luces comenzaban a encenderse, y Ernesto pudo distinguir la figura de Tomás cerrando la panadería. Por un momento, sus miradas se cruzaron a través de la distancia, y Ernesto tuvo la certeza de que su llegada al pueblo no pasaría desapercibida.

Con un suspiro, se apartó de la ventana y comenzó a deshacer su maleta. Mañana, se dijo, mañana comenzaría a desenredar los hilos del pasado que lo habían traído de vuelta a Villamar. Por ahora, el cansancio del viaje y el peso de los recuerdos lo arrastraban hacia la cama.

Mientras se hundía en el colchón, el eco lejano de una conversación llegó desde la calle. Ernesto aguzó el oído, captando fragmentos que hablaban de su llegada, de especulaciones sobre su identidad. "El hijo pródigo", escuchó decir a alguien, y esas palabras resonaron en su mente mientras se sumergía en un sueño intranquilo, poblado de rostros olvidados y promesas incumplidas.

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